En la frontera entre el siglo XVII y el XVIII, cuando el Barroco mutaba a un Rococó que conquistó el gusto de las principales cortes europeas, los cuadros más preciados por los coleccionistas y los mecenas eran las grandes composiciones de héroes históricos, mitológicos o religiosos. Sin embargo, en plena vorágine narrativa, el pintor francés Jean-Siméon Chardin (París, 2 de noviembre de 1699 – 6 de diciembre de 1779), decidió pausar la vista y enfocar los pinceles hacia las tareas más cotidianas. Sus protagonistas son gente corriente concentrada en tareas tan mundanas como este muchacho que trata de levantar un castillo de naipes.
Chardin apostó por la pausa de los considerados géneros menores de la pintura, pero precisamente por ello, ‘por expresar la vida de los objetos inanimados’, como destacó cierta crítica de la época, gozó de una fama que aún le sitúa entre los mejores pintores del XVIII francés. Es el triunfo del encanto tranquilo de las escenas de género.
Sin formación académica, sobre todo en lo referente al dibujo, Chardin estudió en la escuela del gremio de San Lucas, al cual se integró con el paso de los años. Y es que aunque sus géneros no fueran los más valorados, lo cierto es que no le faltaron encargos y clientes, por eso sus obras fueron adquiridas por muchas de las familias adineradas de la época, tanto aristócratas como burguesas.
En este óleo, que custodia la National Gallery de Londres y del que el artista galo realizó varias versiones a lo largo de su carrera, nos colamos en una pequeña estancia de fondo neutro, donde un joven está construyendo un castillo de naipes como esforzado entretenimiento. Tan absorto está en su tarea, que ni se ha dado cuenta de que le estamos observando.
El joven es Jean-Alexandre Le Noir, cuyo padre, Jean-Jacques Le Noir, era un comerciante de muebles y ebanista, que encargó varios cuadros a Chardin y con el que unía una estrecha relación. Es una pintura y nítida, con muy pocos elementos perfectamente ordenados y que dan todo el protagonismo a la acción misma. Sólo el cajón, levemente abierto, rompe la tranquilidad de la escena. Junto con las cartas de dorso blanco, algunas de las cuales están ya arquedas como preparadas para cerrar la bóveda del castillo, aparecen una pequeña ficha con un número y una humilde moneda. Parece que al muchacho le han ordenado recoger los naipes después de una entretenida partida en la que se han apostado algún dinero. Esperemos que no le regañen por haber doblado un poco las cartas.
¿Qué nos quería decir el autor con esta pintura? Hay opiniones para todos los gustos, desde los que dicen que el niño es un ludópata en potencia que acabará sus días tirado en una cuneta, hasta los que piensan que representa las virtudes de la Ilustración: paciencia, equilibrio, disciplina, concentración… Lo más probable es que Chardin quisiera mostrar, a través de este divertimento, la de la fragilidad de los proyectos humanos, tan inestables como un castillo de naipes. Sea como sea, cuando uno se coloca delante de este cuadro, habla sin querer en voz baja y contiene sin darse cuenta la respiración, no vaya a ser que un ligero soplo haga derrumbarse lo que el niño está construyendo con tanto cuidado.
Como afirmó el ilustrado Denis Diderot, la pintura de Chardin ‘tiene una magia difícil de compreder, pero admirable‘.
“Castillo de naipes”, retrato de Jean-Alexandre Le Noir Chardin. 1740. National Gallery (Londres). Óleo sobre lienzo, 60.3 × 71.8 cm.