Pareciera que la puerta se quedó abierta a propósito. Podemos entrar, pero avancemos despacio, en silencio. El cambista y su mujer están en plena labor y no es lugar ni momento para molestar. En realidad, sólo él parece trabajar. Balanza en mano, pesa, examina y determina el valor correcto de las monedas que hay sobre la mesa. Ella quiere leer, pero está más interesada en los asuntos del dinero que en libro religioso que tiene entre manos y en el que pasa páginas distraídamente.
Así, de la mano de Quinten Massys, el autor de este óleo, nos adentramos en el día a día de una oficina de cambio en la floreciente Amberes del siglo XVI. Esta ciudad flamenca, en la frontera entre la Edad Media y el Renacimiento, se convirtió en uno de los centros comerciales más transitados del continente. Barcos portugueses y españoles, y ricos banqueros italianos llegaban diariamente a su puerto, y en sus bolsillos traían monedas de todo tipo de material, peso y medida, por lo que la labor de los prestamistas y los cambistas se hizo fundamental.
Eran tiempos en los que no era raro limar o recortar las monedas de oro y plata para arañar un poco del preciado metal, por lo que piezas de un mismo valor facial podían presentar pesos muy diferentes. Y es aquí donde Massys traspasa los límites descriptivos de una obra costumbrista para subrayar la honestidad del cambista. Nuestro protagonista no es un avaro, sino un trabajador que trata de realizar con celo su oficio. Muy diferentes son, por ejemplos, los personajes de un cuadro hermano que expone el Museo del Prado: “El cambista y su mujer”, de Marinus Van Reymerswale. En este último cuadro, el matrimonio no parece mucho de fíar.
Dinero y oración se cruzan en una obra moralizante, que resume en los límites de su lienzo todas las características de la pintura de los primitivos flamencos. Con un gran detallismo, el foco de atención de la escena recae sobre el matrimonio, que en perfecto equilibro compositivo compensa la acción interior. Por un lado, el hombre pesa perlas, joyas, monedas; mientras que ella, hace que lee un libro religioso (se puede ver una ilustración con la Virgen y el Niño). En torno a los protagonistas, todo un catálogo de objetos y bodegones que dan muestra de la maestría del autor y de la lectura simbólica que quería dar a su obra, como lo demuestran emblemas de la vanidad de la vida y símbolos cristianos como la balanza del Juicio Final. La vela apagada y la fruta en el estante son una alusión al pecado original y un recordatorio de que todos estamos condenados a volver al polvo, son símbolos de la muerte. La jarra de agua y el rosario colgados del estante simbolizan la pureza de la Virgen. Finalmente, la pequeña caja de madera representa un lugar donde la fe se ha retirado.
Dos detalles dan muestran del detallismo de Quinten Massys en esta obra. En la esquina superior derecha, una puerta entreabierta deja ver una pequeña escena familiar, donde un hombre parece querer advertir a su interlocutor del peligro de la avaricia. Por otra parte, en la mesa, casi en primer plano, junto con las relucientes monedas, hay un enigmático espejo, con el que Massys consigue romper las dimensiones del cuadro y abrirnos la escena a una ventana que da luz a la habitación y donde un hombre con turbante está leyendo un libro. No se sabe a ciencia cierta quién es este hombre. Quizás un cliente, o quizás un ladrón. La herencia de Van Eyck y su Matrimonio Arnolfini es clara.
Nos vamos con el mismo silencio con el que entramos. Dejamos trabajar a este matrimonio que, con el paso de los siglos, ha logrado convertirse en uno de los iconos más repetidos para ilustrar la actividad económica a lo largo de los años.
“El cambista y su mujer”, 1514. Óleo sobre tabla. 71 cm × 68 cm. Quentin Massys. Museo del Louvre (París, Francia).