La guerra, esa “masacre entre gentes que no se conocen, para provecho de gentes que sí se conocen pero que no se masacran”, como dijo Paul Valéry. La guerra, ese “mal que deshonra al género humano”, según Fénelon… La guerra, pese a todo, ese escenario fijo en el que se ha ido desarrollando la Historia y que, periódicamente, aparece con mayor protagonismo. Ya lo afirmó Chamberlain: “Para hacer la paz se necesitan dos; pero para hacer la guerra basta con uno solo”. Sobran las palabras.
Más de 5.000 años separan los relieves egipcios o mesopotámicos que ensalzaban los triunfos militares de los faraones de las últimas imágenes de la invasión rusa en Ucrania. La guerra, la destrucción y la muerte siempre han sido referentes fijos en la Historia del Arte, como en este óleo que conserva el Museo del Prado de Pieter Brueghel el Viejo, máximo maestro de la Escuela flamenca del siglo XVI.
Es cierto que “El triunfo de la muerte” de Brueghel más que una denuncia de la guerra, que también, es un advertencia moral sobre la fragilidad de las cosas mundanas y materiales que pueden desparecer con un leve soplido de la Parca. Sin embargo, en esta ocasión el soplido se ha convertido en un auténtico vendaval de muerte y destrucción, con la muerte convertida en un auténtico ejército de destrucción masiva que no distingue entre sus víctimas. En un primer plano, la Muerte al frente de sus ejércitos sobre un caballo rojizo, destruye el mundo de los vivos, quienes son conducidos a un enorme ataúd, sin esperanza de salvación.
Todos los estamentos sociales están incluidos en la composición, sin que el poder o la devoción pueda salvarles. Algunos intentan luchar contra su funesto destino, otros se abandonan a su suerte. Sólo una pareja de amantes, en la parte inferior derecha, permanece ajena al futuro que ellos también han de padecer. Y es entonces cuando da igual que las riquezas o los bienes que se haya acumulado durante la vida. Ahí vemos a uno de los soldados/esqueletos de la Muerte que arrebata las monedas de oro y plata del Rey moribundo. Un poco más hacia el centro del primer plano, un perro olisquea la cara de un niño, muerto en brazos de su madre, también caída. Algunos cadáveres han sido ya amortajados y uno de ellos yace en un ataúd con ruedas. La muerte no sabe de edades.
Como es natural en un cuadro pesimista los colores son sombríos. Bruegel dotó a toda la obra de un tono pardo rojizo, que ayuda a dar un aspecto infernal a la escena, apropiado para el asunto representado. Influyen en esta escena tanto la tradición de las danzas macabras medievales como las representaciones del triunfo de la Muerte en la pintura italiana. La profusión de escenas y el sentido moralizante utilizado por el autor, son parte de la influencia de El Bosco en su obra.
Se ha sugerido que el cuadro, como una premonición, fue inspirado por el empeoramiento del clima político antes de la Guerra de los Ochenta Años. Inspirada o no por el ambiente la obra es una clara alegoría de los horrores de la guerra. Es inevitable también pensar en la peste negra que azotó a Europa en el siglo XIV. Y con el correr del tiempo y bajo el tamiz de nuestros ojos del siglo XXI, es obvio la actualidad constante de estas obras que denuncian y advierten del poder destructor de la muerte y de la guerra.
“El triunfo de la muerte”. 1562, Pieter Brueghel el Viejo. Óleo sobre tabla, 117 x 162 cm. Museo del Prado, Madrid.