Cuentan de él en el pueblo que es una persona muy rara; un huraño que apenas sale de casa. Nadie le conoce familia ni amigos y es difícil de encontrar algún vecino que haya intercambiado con él un cortés ‘buenos días’ en los últimos meses. Se encierra en las cuatro paredes de su hogar sin dar señales de vida durante días. En esta ocasión, ni siquiera la puerta estaba entreabierta. Nos hemos tenido que colar casi furtivamente para conocer un poco más a nuestro protagonista.
Ahí está, en una sala pequeña, casi tétrica, contando monedas y revisando sus títulos de propiedad en lo que parecen ser letras hebreas (está claro que nuestro hombre es judío). Sin embargo, pobre hombre, está tan solo que únicamente tiene riquezas. Ni siquiera se ha dado cuenta de que el reloj está apurando sus últimos suspiros. Sus horas ya están contadas y sentenciadas.
Con un magistral uso de la luz y de la psicología individual, con este óleo que cuelga de la Gemäldegalerie de Berlín, Rembrandt trae al presente del siglo XVII la parábola de ‘El rico necio’ (San Lucas, 12; 13-21): “La finca de un hacendado dio una gran cosecha. Y el discurría entre sí: ‘¿Qué haré, no tengo donde almacenar mis cosechas?”. Y se dijo: “Destruiré mis graneros y los ampliaré, luego meteré en ellos todos mis bienes. Y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes almacenados para largos años; descansa, come, bebe y pásalo bien”. Pero Dios le dijo: “¡Insensato! Esta noche se te pedirá tu alma. Y ¿para quién será lo que has acaparado? Así sucederá al que atesora para sí y no es rico a los ojos de Dios”.
Rembrandt actualiza este pasaje bíblico con una iconografía y una moda conocidas por todos en la rica Holanda del barroco. Sin embargo, más allá de exaltar el florecimiento económico del país, advierte del peligro de entregar la vida a la obsesión material. La avaricia te aleja de los demás e incluso de tu propia vida. No hay por qué despreciar el dinero y magnificar la pobreza. Lo que está en juego con el dinero es la cuestión de la dependencia que puede ejercer sobre una persona.
Como hemos señalado, la escena transcurre en una angosta sala que se ilumina gracias a una vela que el rico cubre con su mano por lo que el foco de su luz se dirige al rostro de nuestro protagonista, para muchos críticos, el propio padre de Rembrandt sirvió de modelo. Sobre la mesa, algunas monedas de oro y plata e infinidad de escrituras de todas sus posesiones. El fondo se oscurece aunque son perceptibles referencias espaciales. Los colores son bastante limitados, destacando el contraste entre tonalidades oscuras y claras. El exquisito dibujo del maestro nos permite contemplar todos los detalles, siguiendo la línea del naturalismo.
Aunque Rembrandt siempre demostró un perfecto dominio de la luz en sus composiciones, quizás nos encontramos ante una de sus obras más logradas técnicamente. Es clara la influencia de los Bassano y Caravaggio, especialistas este tipo de iluminaciones, pero que Rembrandt toma de Gerard van Honthorst, quien había estado trabajando en Italia durante una larga temporada.
Tic, tac… el reloj sigue corriendo, y el viejo necio sigue con su tarea, mil veces repetida, de contar sus posesiones. De nada le servirán dentro de muy poco. Ya está solo y solo partirá de este mundo. Abandonemos ya la casa, en realidad, ni se enteró de nuestra presencia. Vive en total oscuridad. Uno más que cayó en la trampa del dinero.
“La parábola del rico necio”. Óleo sobre tabla. 31,9 × 42,5 cm. Rembrandt van Rijn. Países Bajos, 1627. Kunsthistorisches Museum, Gemäldegalerie, Berlín (Alemania).