“Señora, sirva por aquí otra botella de su mejor vino… Vivan la fiesta, la vida y, sobre todo, las mujeres… Este local es un trozo de paraíso en la Tierra bañado con el licor de los Dios y en compañía de las más hermosas hembras… Los besos pagados no siempre son los más caros”. En esta ocasión, no hace falta abrir la puerta de manera sigilosa. Los protagonistas, borrachos de fiesta y de amores prohibidos, no sólo se han olvidado de cerrarla, sino que parece que nos invitan a pasar a la casa de la Celestina holandesa. El hombre de negro, sin pudor, nos empuja con su mirada a una copa de vino… y a lo que surja.
Después de tantos viajes en el tiempo al Barroco de los Países Bajos, en esta ocasión lo hacemos de la mano de uno de los pintores más grandes de su época: Johannes Vermeer van Delf (1632-1675). El creador de La joven de la perla nos abre las puertas a una escena de burdel (los conocidos como Bordeeltje), un subgénero muy apreciado en la rica sociedad holandesa del momento, como contrapunto a la rígida moral de la sociedad puritana neerlandesa.
Vermer juega con la moral y la ironía. El bodegón de primer plano, siempre delicado, y el preciosismo del encaje de bolillos del tapiz que cubre la pesa nos conducen a una escena casera tan habitual en los óleos del pintor. Sin embargo, aquí la atmósfera es mucho más clandestina y sensual, en un ambiente nocturno y de mala reputación. Si en otras obras de Vermer el espectador es un pequeño cotilla que se cuela en las habitaciones de los protagonistas; en esta ocasión, somos cómplices de la relación extramatrimonial que propicia la alcahueta del fondo. La profanación del sexto mandamiento ocurre en la casa de la Alcahueta y no en un burdel público.
En general, los Bordeeltjes se basan en la parábola del hijo pródigo, que malgasta su fortuna en una vida en los márgenes de la moralidad (Lucas 15:11-32). Una mujer joven de rojizas mejillas, tal vez por causa del vino, abre su mano derecha para recibir las monedas que el hombre del sombrero de plumas se dispone a entregarle por sus servicios, mientras acaricia uno de sus pechos.
Vermeer, que apenas necesito una treintena de cuadros para formar parte del olimpo de la Historia del Arte, demuestra en esta pequeño lienzo, que cuelga en la Galería de Pinturas de los Maestros Antiguos de Dresde, la maestría para equilibrar las figuras con el espacio. Las figuras se presentan como si estuvieran en un palco: La mujer joven que cobra por repartir placeres de un caballero con sombrero de plumas. Un segundo hombre, vestido de oscuro, observa la escena y dirige su mirada cómplice al espectador mientras que la alcahueta cierra la composición en el fondo, dirigiendo su interesada mirada hacia el hombre de rojo. Para muchos autores, el hombre que nos conmina a ser uno más en la acción es un autorretrato de Vermeer.
Las figuras se arremolinan en el espacio, colocadas en diferentes planos para crear efecto de profundidad. Una potente luz ilumina la figura de la joven y resalta las tonalidades amarillas de su camisa, provocando intensos contraste de sombra que recuerdan a la obra de Caravaggio. Paulatinamente Vermeer va utilizando la característica técnica “pointillé” con la que reparte los chispeantes puntos de luz por toda la superficie del lienzo. Otro recuerdo digno de mención lo encontramos en la sensación atmosférica creada, en sintonía con la escuela veneciana que tanto admiraba Rembrandt.
La noche acaba, los remordimientos quedaron ahogados en el vino. El dinero pagado incluía los besos prohibidos y el silencio cómplice de todos los protagonistas… Incluidos nosotros mismos que, aunque testigos de un pecado, nunca diremos nada y volveremos a este cuadro siempre que podamos.
“La Alcahueta” o “En la Casa de la Alcahueta” (1656), Jogannes Vermeer. Óleo sobre lienzo 143 x 130 cm. Galería de Pinturas de Maestros Antiguos de Dresde.