Mateo es el único de los cuatro evangelistas canónicos que describe, de manera muy breve, el pasaje de la epifanía. Su texto habla de unos “magos” que llegan a Belén desde Oriente para honrar al niño Jesús. Les guía en su camino una estrella y cuando llegan a su destino “vieron al Niño con María, su madre, y de hinojos le adoraron y abrieron sus cofres, le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra”. San Mateo no habla de reyes, sólo de magos, que en lengua persa es sinónimo de sacerdotes, astrólogos o eruditas.
El sucinto relato del evangelista no evitó que, a lo largo de los siglos, el capítulo de la adoración de los Reyes haya sido uno de los más repetidos en la iconografía cristiana hasta llegar a las cabalgatas que recorren nuestro país cada 5 de enero. Además, con tan pocos datos, la evolución estilística del tema provocó que las primeras imágenes representaran a dos reyes, cuatro, ocho e, incluso, hasta doce o más. Finalmente, tres el número que triunfó, y desde el siglo IV, con el mosaico de San Apolinar de Rávena, cuando se generaliza la presencia de tres reyes, ya con sus nombres que perduraron: Melchor, Gaspar y Baltasar, y con edades distintas.
Los regalos también han sido fruto de interpretación, desde opiniones puramente materiales hasta las teológicas que atribuyen al oro el vasallaje a Jesús como rey. Al incienso, exhalado en las ceremonias, su reconocimiento como Dios. Y la mirra de la unción y el embalsamamiento, en la condición humana y mortal de Jesús.
De cuantas representaciones de los Reyes Magos nos ha legado la Historia del Arte, nos detenemos en el óleo que realizó Murillo en el siglo XVII, a modo de resumen de las tradiciones que recogió el Barroco de épocas anteriores y con el estilo tan característico del maestro sevillano a la hora de captar una escena religiosa como si de una familiar se tratara, con la delicadeza siempre presente en los rostros de la Virgen y el Niño.
En este óleo que cuelga del Museo de Arte de Toledo (Ohio, Estados Unidos), Murillo recoge las influencias recibidas de los maestros flamencos como Rubes y Van Dyck y de los artistas italianos como Tiziano y Rafael, para abrir una nueva etapa en su producción en la que sus obras destilan ya un estilo propio. Se inspira en Rubens, pero Murillo opta por un estilo mucho más sobrio que el lujo que muestra el artista de Amberes en sus cuadros (también realizó varias epifanías), y busca la sencillez del relato evangélico.
El Rey Melchor aparece de espadas, arrodillado para adorar al Niño, que le es presentado por María mientras san José queda en segundo plano, en cierta penumbra. Gaspar y Baltasar contemplan al recién nacido al igual que los soldados que constituyen su cortejo, excepto el niño de pie que tiene la mirada absorta y perdida. Una vez más Murillo destaca como pintor de gestos y actitudes, tomadas de la vida cotidiana, dotando de un carácter amable a la composición. Un potente foco de luz ilumina todas las figuras sin apenas crear contrastes, resaltando las tonalidades brillantes de las telas, especialmente el manto dorado de Melchor. La composición se organiza a través de un estructurado juego de diagonales que aportan ritmo al conjunto.
Los presentes que le regalan los sabios de Oriente al Niño, como ocurría desde las primeras representaciones iconográficas, son portados en lujosos recipientes: dos bellas copas y un cofre esmaltado, que contiene discos de oro que bien podrían ser monedas acuñadas en este metal.
Han pasado más de 2.000 años desde este capítulo que cambió la historia para siempre. Quizás los Reyes no traigan ahora ni oro ni incienso ni mirra, pero siempre que al escribir la carta a Sus Majestades se siga haciendo al dictado de la ilusión algo habrá de esperanza para el futuro.
“La Adoración de los Reyes” (1660-65). Bartolomé Esteban Murillo. Museo de Arte de Toledo (Ohio, Estados Unidos). Óleo sobre lienzo. 90 x 146 cm.
¡Feliz Navidad para todos y que Sus Majestades les traigan para 2023 los sueños que tengan pendientes!