Ya está aquí otra vez. ¡Qué pesado! No sé las veces que ha venido en el último mes. ¡Y encima ahora me ofrece unas monedas! ¿Qué se pensará este tipo? Yo no soy de esas mujeres de la calle. Yo no soy una… Sólo quiero terminar mi labor. Seré muy humilde y trabajo desde muy niña, pero soy íntegra y honrada. ¡Qué sinvergüenza! ¡No sé dará cuenta de que podría ser mi padre!”
La joven de este pequeño cuadro de apenas uno folio de tamaño está callada; parece un silencio pudoroso o lleno de rabia, quién sabe. Sin embargo, la artista neerlandesa Judith Leyster (Haarlem, 1609-Heemstede, 1660), parece poner un altavoz en sus pensamientos para que todo aquel que se cuele en esta pequeña y sobria habitación nos sintamos cómplices de lo incómodo del momento. Ella sólo quiere coser, pero un hombre mayor con un sombrero de piel le toca el hombro y con la otra le ofrece unas monedas. El claroscuro de la escena, la mesura de la habitación y de la muchacha y el gesto casi lascivo del hombre aumentan el dramatismo del momento.
Judith Leyster es una de las pocas artistas femeninas del barroco neerlandés. La situación económica de la familia la empujó desde muy joven a los pinceles, donde muy pronto destacó por su calidad, aunque siempre vivió a la sombra, primero, de Frans Hals, y luego de su marido, Jan Miense Molenaer, un artista mediocre. Con sus obras iniciales se hizo conocida y apreciada en Haarlem, donde el arte brotaba casi espontáneamente. Con apenas 24 años ya fue admitida en la Guilda de San Lucas, es decir, el sindicato de pintores. Tres años más tarde se casó y acabó su carrera de pintora.
En realidad, “La proposición”, este pequeño óleo que cuelga del Museo Maurishuis de La Haya, es una excepción dentro del escaso catálogo de Leyster, que destaca por las escenas de gente común, niños traviesos que juegan con gatos, gente risueña tocando la guitarra y el violín, alegres bebedores con la sonrisa prealcohólica y mofletes colorados, jugadores de cartas…
“La proposición” no es una típica pintura de prostitución, porque el marco de la escena no es callejero, sino un interior doméstico y recatado, pero sí, quizás, una escena de seducción, con una clara intencionalidad moralizante: la tentación a una chica honrada por un hombre bastante mayor que ella. El lienzo no escapa de la atmósfera protestante que reina el siglo XVII en los Países Bajos y la obligatoriedad para la mujer calvinista de ser una buena esposa y ama de casa. No olvidemos que, en este contexto, la iconografía religiosa es mínima por lo que los mensajes morales deben llegar por otros canales, en este caso las escenas de género, que se utilizarán para mostrar una imagen de comportamiento ideal o las consecuencias de un mal comportamiento. Ante la falta de ética del hombre, aparece el trabajo callado y abnegado de la mujer.
Ya hemos indicado que para enfatizar la tensión del encuentro, Leyster juega con la luz y la oscuridad al más puro estilo de Caravaggio. Sólo hay dos fuentes de luz visibles, la lámpara sobre la mesa (que además sirve para llevar el foco a las monedas que tiene el viejo en la mano) y un pequeño calentador de pies que brilla intensamente bajo las faldas de la mujer. Además, el blanco intenso de la blusa de la muchacha contrasta violentamente con el resto de la habitación y, sobre todo, los oscuros ropajes del hombre.
De esta manera, en la pintura de Leyster, la mujer se convierte en un icono de la buena mujer, que trabaja diligentemente en una habitación fría y casi sin luz, que debe de hacer frente a una difícil solución: ¿continuar con la labor o levantarse, aceptar el dinero e irse con el hombre? ¿Virtud o vicio?, ahí está la cuestión.
“Hombre ofreciendo dinero a una mujer joven” o “La proposición”, Judith Leyster, 1631, óleo sobre tabla, Museo Mauritshuis (La Haya, Países Bajos).